lunes, 13 de octubre de 2008

A chilean boy in Santiago. Part une.

Estaba en una habitación cuyo cielo había sido arrasado. Solo colgaban de él unos tubos fluorescentes y la estructura metálica que sostenía la antigua techumbre. Todo parecía indicar que antes en ese mismo lugar había funcionado parte de una oficina. Ahora las paredes están repletas de collages de páginas de revistas norteamericanas, algunas de farándula chilena y del paparazzeo de la Bolocco con Marrochino. Detrás de mí, una cama desarmada. Eran pasadas las 12 de la noche. En el muro de cabecera de la cama, unos graffitis espontáneos rayados por el dueño del lugar. “The sun”, “Daily Mirror”, “The Star”, “Vogue”, y una serie de referencias pop a personajes y a publicaciones ligadas al mundo del espectáculo y la moda rezaban en las paredes, escritas con crayones de colores. Me muevo entre montones de magazines y muebles diseñados por el intrépido individuo que hacía dos días me había tirado un papel debajo de un probador que decía “Me gustas. Tomás. 847977xx”.

Me llamaron la atención sus lentes de sol. Los miré, me miró, sonrió y se sacó el admirado par de encima de sus ojos. Qué simpático, pensé mientras concentraba seriamente mis alegatos a la vendedora por ocurrírsele poner las alarmas sobre los botones de la camisa que me impedía probar con tranquilidad. Entre idas y venidas al probador, cuando ya me había decidido por cuales prendas llevar y me dirigía a hacer el pago, el mentado mensaje cae cerca de mis pies. El emisor había huido. Me pregunto si llamarlo o no, mientras pretendía hacer que nada pasaba. Lo hice, lo llamé. Su voz era un tanto despreocupada y usaba un tono ligeramente afectado. Confesó que nunca había hecho antes tal acto de osadía, que se atrevió a hacerlo porque me encontró sumamente tierno, pero también distante, ajeno, incluso medio pesado. Que no perdía nada, que “de esta vida no hay otra”, que disculpara si me incomodó, y yo, aprovechando su arrojo le propongo vernos unas cuadras más abajo, en un café. Aceptó y al rato estábamos frente a frente, hablando de nuestras vidas, mientras caminábamos al lugar donde él tomaría un taxi o un transantiago, porque tenía que estar en la casa de un cliente, porque es fotógrafo pero ahora hace muebles, y hace poco cumplió los 26 y con esto se alejaba mi fijación por individuos mayores. Es hiperkinético e intenso. Así se califica, y tiene razón. Le gustan los ambientes exquisitos y la vida burguesa. Ha tenido acceso a lugares y personajes exclusivos y sórdidos. Que las fiestas ya le agotaron, que no tiene amigos, que prefiere estar en casa, ver tele y comer.

Quedamos en vernos otro día. Teníamos nuestros teléfonos. Al día siguiente hicimos contacto por Messenger. Y al día siguiente nos encontramos. La cita fue en su casa, yo con una botella de champagne debajo del brazo y él con una camisa celeste abierta que dejaba ver un pecho frondoso. Lo diferente era que su cabellera había sido rasurada. Conservaba la misma barba al ras, más larga en el sector de la pera y los bigotes, pero su cabeza lucía calva. La habitación descrita en el primer párrafo resultó ser su pieza. Lugar donde se armó un porro de marihuana después de que nos diéramos unos besos, la continuación del beso distraído que me robó en la sala principal. Todo eso luego que me confesara que su nombre no era Tomás, que lo había ocultado por un sentimiento de desconfianza que le viene atacando desde hace poco tiempo. Que lo disculpara. Mala cosa.

Vive con dos de sus hermanos. O mejor dicho, hermanastros. Su hermana lesbiana y su hermano gay. Su hermano escritor de un libro de cuentos. Mi anfitrión le celebra todo, tanto, que oficia como una suerte de agente literario de su consanguíneo que escribe como si una película de Almodóvar se cruzara con Bayly, todo cubierto en la pañoleta que suele llevar Lemebel en su cabeza. Eso, para que se hagan una idea del estilo en la prosa del aludido.
El hermano escritor llama, y el galán de la noche contesta a gritos un celular que funcionaba con dificultades dada la mala señal del lugar. Le dice que vaya conmigo a una fiesta privada que hay en el barrio Bellavista. Algo dudosos aceptamos, no sin antes sacarme de encima a su perro beagle que en todo momento no dejo de follarme –si, follarme- el brazo y alguna de mis piernas. Mientras yo, al principio muy discreto y luego visiblemente superado por la situación, intentaba quitármelo de encima, mientras nuestro falso Tomás inventaba cualquier resquicio para liberarme de su adorado can.

La fiesta a la que llegamos parecía cumpleaños de jovencitos alternativos medios gays. Harto Madonna, harto Yelle, algo de The Kooks, y no mucho más que contar. El otrora Tomás siempre muy sensual, me hablaba a la boca y no al oído, se inclinaba sentado a mi lado, pero así como yo, le cargan mayores muestras de afecto en público. De vuelta hasta su casa donde me esperaba mi habitual radiotaxi, conversamos de sus relaciones y las mías. Y no mucho más, ya estaba cansado, por la tarde había tenido síntomas de gripe y la salida le estaba cobrando la cuenta.

1 comentario:

Manuel Santelices dijo...

Max, estoy siguiendo tu historia como si fuera mi receta favorita; dos gramos de Sex & The City, tres de Queer as Folk, una pizca de Bayly, una cucharadita de Corin Tellado y otra de Augusten Burroughs.